Durante la pandemia tod@s hemos tenido nuestros pequeños refugios a los que escaparnos, al menos mentalmente, para poder vivir todo aquello de lo que carecíamos en nuestras pequeñas cárceles domésticas. El mundo onírico nos ha permitido sobrevivir espiritualmente y en buena medida, nos ha dado ilusiones, horizontes a los que mirar más allá de la oscuridad que se cernía sobre nosotr@s.
En mi caso, el mediterráneo, con Creta a la cabeza, ha sido un lugar común con el que ha jugado mi cabeza con cierta frecuencia durante estos dos años de encierro. Los motivos son insondables, pero lo que si se es que la mente es sabia y busca sus propios caminos para sanar, solo hay que saber interpretarlos.
Viajé por primera vez a Creta en 2010, durante un mes de febrero muy frío y tempestuoso. La visión de aquellas enormes montañas blancas, mientras aterrizábamos en Chania creo que marcó todo lo que vino después. Las primeras impresiones son poderosas y aquello me trasladó a la Grecia que había conocido en mi primera infancia, la de Ulises y el Olimpo de los dioses. La primera noche fue bastante homérica, con el viento golpeando salvajemente los cristales de la habitación y el agua de la lluvia entrando por las puertas del balcón. Una barricada improvisada y el hilo musical a todo trapo me permitieron conciliar el sueño mientras escribía compulsivamente “rimas pitagóricas” con todo lo que me sonaba a griego…
A la mañana siguiente, el austero desayuno del hotel contaba con pocos elementos, el aceite de oliva no estaba entre ellos para mi sorpresa y la de la camarera cuando se lo pedí junto con un tomate. Me observaba desde detrás del mostrador para ver en qué narices usaba ese producto que allí tienen por “castigo divino”…
Una enorme ensaladera repleta de yogur, denso como la Nocilla, adornaba el sucinto bodegón del buffet junto a unos dulces y un cuenco con miel. No tomaba yogur en el desayuno en esos tiempos, pero no tuve más remedio que acceder tras la mirada incrédula de mi acompañante quien con sus pequeños ojos me invitaba a dar el salto a lo natural para ellos. Aún sigo soñando con ese yogurt y esa miel. Su recuerdo, sencillo, auténtico, infantil, me ha sacado de muchas tardes de letargo en 2020. Si, lo sé, soy más simple que el mecanismo de un chupete, que le vamos a hacer.
Junto con la visión de las Lefka Ori (montañas blancas) y el tomate que apareció en mi mesa a la mañana siguiente acompañado de una sonrisa, la textura del yogurt, fueron y son los tres recuerdos que quedaron impregnados en mi espíritu y que me han hecho soñar con volver a Creta durante los últimos 12 años. Legendaria, autentica y hospitalaria, eso, para mí, es Creta.
Es cierto que en más de una década, cualquier lugar es permeable a los cambios y más una isla griega como Creta, de aguas turquesas, remota, ideal para retirarse, cocina local, una perita, vamos. Esa ha sido la cruda realidad que me encontré en Chania a mi regreso, el pasado mes de junio. Tiendas de souvenirs, helados italianos, restaurantes de comida rápida, lo de todos los sitios, “pecato”… “Mi” isla había sido colonizada por el capitalismo.
La verdad es que el trance se pasó rápido, la anestesia de la felicidad por la llegada, los amigos, y los sueños propios, no dejan ver la realidad en muchas ocasiones y lo cierto es que en esta, me vino bien. También lo es, que a poco que salgas de los núcleos principales de población de la isla, como Chania, Heraklion, Réthimno, etc., Creta te abraza con su cara habitual, la de la ruralidad y el pausado correr del tiempo.
Han sido unos días, estos, de mucho paisanaje, que por encima del envolvente y bello paisaje mediterráneo que ofrece la isla, con lugares de postal como Elafonisi, Loutro, Réthimno o la propia Chania, es lo diferencial y personalmente, lo que me llena, seduce y cautiva de cualquier lugar. El factor humano.
Encuentros, como el que hemos tenido con la familia de Giorgios y Angelika, en su casa junto al mar, un oasis de armonías clásicas que han construido con sus propias manos, ha sido algo memorable y que estoy seguro recordaremos durante el resto de nuestras vidas. Txikoudia, baile y mucha verdad en todos sus hospitalarios gestos.
Costumbres, como la de ofrecer el postre tras el almuerzo sin que haga falta pedirlo, en forma de dulces, yogurt o cerezas recién recogidas, como nos ha ocurrido en el valle de Amari.
Canciones, a ritmo de laúd y lira, al calor y amor de un encuentro espontaneo, en un Kafenio cualquiera, de un pueblo cualquiera. El raki siempre acompaña y ayuda, todo hay que decirlo…
Escribo estas líneas ya muy lejos del Egeo aunque parece que lo estuviera oliendo, tocando, besando…siento que viene conmigo y que lo siento como un exiliado forzoso. Creta es una de las puertas de salida de mi laberinto personal. El mediterráneo lo es. Soy griego, todos somos griegos.
Raúl Gómez-Promotor Azituna Ecoturismo con Raíces
Sevila. Solsticio de verano 2022.